Los soportales de Santa Marina veían por sus ojos porticados, año tras año, la noche y el día de la feria de los ajos en los últimos días de junio, por san Pedro. Mis ajos, nuestros ajos y todos los ajos de los pueblos aledaños.
Ventas que se traducían en algún detalle sencillo, en una prenda de vestir o en un juguete nuevo para los niños cuando los juguetes no abundaban. Ventas que se convertían en un ingreso extra al que recurrir por si hacía falta. Aunque costara su cultivo, aunque costara su trenzado, aunque costara su transporte, aunque costara pasar la noche a la intemperie guardándolos en esta plaza de Santa Marina.
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