Según vinieran las viñas ese año, más tempranas o más tardías, entre septiembre y octubre quedaban vendimiadas. Las casas que tenían mucho viñedo contrataban vendimiadores, incluso de pueblos forasteros, porque en el nuestro andaba todo el mundo ocupado en recoger sus propias uvas y después, las pocas de unos y las un poco más de los otros.
Las cuadrillas grandes de vendimiadores forasteros, entraban en el pueblo subidos entre los cestos llenos de los remolques, de los pocos remolques que por aquel entonces empezaban a verse. Entraban cantando, como si hubieran salido de un largometraje musical, de esos en que aparece sólo gente joven en constante diversión. Traían el pelo, la cara y la ropa con las señales propias de haberse llevado y lavado unas cuantas lagaradas a lo largo de la jornada.
Por casa se andaba preparando todo para salir al majuelo la Portilla o al teso Redondo. Las mulas enganchadas al carro, los cestos, los cuévanos, las cestas pequeñas, mandiles y tranchetes. Los tranchetes eran como hoces chiquitinas que cortan muy bien los racimos, aunque habíamos aprendido a cortar apretando con lo dedos en sentido contrario en uno de lo nudos del tallo del racimo, haciendo fuerza hasta que chascara, pero se cortaba más fácil y más rápido dándole un corte con el tranchete.
Todavía recuerdo las bodegas del pueblo con la piedra de lagar apoyada en el suelo y calzada con más piedras, tierra, troncos o lo que hiciera falta, porque pesaba mucho, y siempre parecía que iba a echarse a rodar. Aquella enormidad de piedra en forma circular era la que, en otros tiempos, aplastaba las uvas en los lagares, nunca pude entender cómo lo hacían para manejar semejante tamaño, pero, por entonces ya no se usaban, estaban a la puerta de las bodegas como abandonadas.
Poco después de haber finalizado la vendimia, las bodegas aparecían con las tapas de las zarceras recorridas y las puertas abiertas, casi todas a la vez, porque a la vez había sido la vendimia y a la vez se habían puesto a pisar las uvas en las cubas y a elaborar el vino. Decían que había que dejar las bodegas abiertas, porque el vino en su proceso de fermentación desprende el vaho que es como un gas muy peligroso que se "come" el oxígeno y había que dejar ventilando hasta que dicho proceso finalizara y no quedara nada de ese vaho tóxico en las bodegas.
Recuerdo que para hacer esta prueba del vaho, tenían que bajar a la bodega con una vela o un candil encendidos, y si se apagaba la llama, tenían que salir a escape a la calle, porque significaba que allí abajo no había oxígeno. Normalmente al llegar a mitad del cañón de la bodega ya se tenían que salir porque se apagaba la llama. Cuando la llama permanecía encendida, siginificaba que ya no había vaho, que ya se podía estar tranquilamente dentro de la bodega.
Recuerdo que para hacer esta prueba del vaho, tenían que bajar a la bodega con una vela o un candil encendidos, y si se apagaba la llama, tenían que salir a escape a la calle, porque significaba que allí abajo no había oxígeno. Normalmente al llegar a mitad del cañón de la bodega ya se tenían que salir porque se apagaba la llama. Cuando la llama permanecía encendida, siginificaba que ya no había vaho, que ya se podía estar tranquilamente dentro de la bodega.
Y, recuerdo cuando envasaban el excedente de vino que se vendía a La Rioja. Los hombres salían de las bodegas con la carga de vino a cuestas, en aquellas odres o pellejos que utilizaban para el trasiego.
La vendimia era, sin duda, el trabajo más bonito del campo, al menos eso nos parecía a los niños. Recuerdo lo mal que le sentaba a la maestra cuando faltábamos a la escuela, no más de una mañana o una tarde o un día o dos, por haber ido a vendimiar ¡Con lo bien que lo pasábamos nosotros...!
No faltaban las lagaradas por sorpresa embadurnándonos a base de bien unos a otros, aunque inmedatamente teníamos que lavarnos y echarnos agua por encima intentando quitar todos aquellos manchurrones pegajosos si no queríamos que luego nos comieran las avispas.
En blanco y negro las noticias y documentales del NO-DO en la pantalla del cine Norte nos mostraban otro año más, los trenes plagados de jornaleros: hombres, mujeres y niños que se aventuraban a salir desde Andalucía hasta el sur de Francia, pues, una vez terminada la recolección de la cosecha del verano, veían peligrar su sustento para pasar el largo y duro invierno. Un franco catorce pesetas, seguía diciendo el nodo.
En el pueblo, esta noticia la miramos con cierta distancia, en estos trenes no iba nunca gente de nuestro entorno, hasta aquel año que debió ser muy mal año, porque se fue gente del pueblo a la vendimia francesa, cuando, nunca antes, nunca, que se oyera, había acudido nadie. Recuerdo verlos volver en menos de dos meses, con aspecto cansado, como envejecidos, con unas arrugas en la frente que hace bien poco no tenían. Se le veía como tristes. Pero, estaban tranquilos, decían, porque el invierno pasaría mejor de lo esperado para su familia, gracias a esta vendimia de un franco catorce pesetas.
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Fragmentos del libro "Crónicas a la Luz del Candil"
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