jueves, 18 de junio de 2020

Entre el suelo y el cielo

Entre el suelo y el cielo


... cuéntame un cuento, a poder ser, de otro tiempo ...

Hace menos de un mes que Migue cumplió la escuela. Su madre, orgullosa, ha guardado con esmero el cabás. el plumier, los cuadernos, las pinturas, la pizarra, la Cartilla de las notas y el Certificado de Estudios Primarios.

Migue apenas si ha pegado ojo esta noche cuando su padre entra en la habitación a despertarlo. Migue no está muy convencido de si ha sido o no capaz de dormir unos minutos, el caso es, que todavía es de noche.

-Vamos Migue, que es la hora, levanta hijo, tu madre ya anda preparando el desayuno...

Y Migue se sacude el sueño, se tira de la cama, se viste rápido y se planta en la cocina. En la mesa tiene un tazón humeante de leche con pan migado y dos cucharadas colmadas de azúcar, como a él le gusta. Desayuna a trompicones, dice que es como si tuviera el gaznate cerrado, que le cuesta tragar. Se calza con los trapos de loneta, los cordeles y las abarcas que abrocha con diligencia, lo ha aprendido viendo a su padre cuando, en otro tiempo, volvía del campo. Las abarcas le quedan un poco grandes y ha habido que hacerle un agujero más a todas las trabillas. En el hueco de la escalera del sobrau tiene preparado el hato y las alforjas desde ayer por la tarde; la hoz, los dediles de cuero, el sombrero, un pañuelo, unos vendajes...

Estos días, Migue, ha engrasado los dediles con un trozo de tocino intentando suavizar la dureza del cuero, la flexibilidad perdida durante el letargo de no se acuerda cuántos años en que los utilizara su padre por última vez. Igualmente ha limpiado la herrumbre de las hoces afilándolas a piedra bajo la atenta mirada de su padre hasta quedar resplandecientes.

-No se te vaya a olvidar nada, Migue, le dice su madre, con los ojos vidriosos, mientras le alarga la piedra de afilar.

Migue, tendrá que ir habituándose a comer a esas horas, a duras penas ha conseguido desayunar un poco y en un santiamén ya está dispuesto. Coge los aperos, se cuelga el sombrero al cuello y se dispone a salir de casa. Los padres lo acompañan hasta la puerta. El padre, en esa costumbre de echarle la mano al hombro al chico y a su madre, recorren los tres los escasos metros de pasillo que los separa de la puerta de la calle, hablando con el chico a modo de despedida.

-Hijo, acuérdate sobre todo, de lo que te ha enseñado tu padre.

Y Migue, baja la cuesta seguido por los ojos de sus padres que, en unos instantes, lo pierden de vista.

-Todavía es de noche..., dice su madre entre sollozos.

Migue, va en busca de la cuadrilla. Hoy es su primer día, hoy se estrena con la hoz, hoy, será uno de ellos, uno de los segadores de la cuadrilla, un hombre, el hombre de la casa que sale a ganar el pan. Migue, conoce de la siega lo que puede conocer un niño, un zagal que ha estado unos cuántos veranos llevando la comida a las cuadrillas de segadores. De vez en cuando y a modo de juego, a los zagales se les permitía la siega en los linderos, en algún ribazo y en los alrededores de los árboles donde la mies crecía rala y poco más. Pero hoy será un segador, hoy se hará uno de ellos, ya es mayor para seguir de zagal, se ha convertido en un chico de edad, esa edad de trabajar y llevar un jornal a casa.

-Qué contento vienes, le dicen los de la cuadrilla, a ver si sigues igual a la vuelta.

Y Migue, hace un ademán, se encoge de hombros como dando una respuesta, como quitando importancia, y ayuda a la cuadrilla a echar las alforjas, las hoces y demás aperos al carro tirado por la yunta de mulas. En los cuévanos que llevan colgados debajo del carro viajan los dos perros que, refunfuñando por las horas tempranas, dicen los de la cuadrilla, pero que cuando el carro echa a andar se quedan en silencio. Tano, guía las mulas turnándose con otro compañero y los demás intentan dar  una cabezada hasta la finca que queda lejos. A Migue, le han echado un cacho-manta por encima y lo animan a que duerma todo el rato porque hoy, y aunque Migue conoce bien los caminos del campo, hoy no guiará las mulas, lo hará en unos días.

Y Migue, tumbado en el carro, boca arriba, pone la vista en la luna, en las estrellas y en el cielo que ya empieza a clarear, son esas horas que llaman de entre dos luces. Los ojos de Migue siguen el recorrido de la luna que va con ellos al mismo paso del carro, al ritmo de las curvas y de los caminos, No puede dormir, es incapaz de conciliar el sueño. Hoy tiene que dar la talla como segador en el campo. Dar la talla como un hombre. Y se rebulle entre el espacio del carro y el trozo de manta.

-Tú has de dormir chico, le dice Tano en voz baja, mientras guía las mulas sentado en la vigueta del carro, al silencio, al frescor de la madrugada, al niño se le escapa alguna que otra lágrima que seca agudo, con la punta de la manta antes de que los otros las descubran, porque ya se ve, ya está bien amanecido, ya anda queriendo salir el sol de entre los tesos. Al llegar a la tierra buscan un sitio resguardado donde dejar las mulas, el carro, los aperos y el hato, lejos de las hormigas y de los avisperos, a poder ser, que dé la sombra el mayor tiempo posible. Cavan un hoyo en el suelo y meten las jarronas y las botijas del agua para que se mantengan frescas, ahí, medio enterradas. 

Los perros se quedan dormidos en el hato hasta que una voz los apite echándolos a una liebre o a un conejo que salen de tanto en tanto entre los cerros a medida que el murmullo de los segadores se acerca a las camas y madrigueras escarbadas al resguardo de la mies.

Los segadores ataviados con sombreros, pañuelos, hoces y dediles de cuero, se dirigen al corte y empiezan la tarea con la mirada puesta en la línea de las espigas. En menos de nada los acompaña un sol ardiente cuyos rayos traspasan todos los resquicios de su atuendo. En unos días el cerco del sombrero quedará marcado en el rostro delimitando el sol y sombra. Hay que seguir adelante, y avanzan encorvados sobre la espesura del trigo. En una mano la hoz, con la otra sujetan el corte o gavilla, como ayudándole a la hoz. Los ojos esquivando las argañas de las espigas. Con los pies sortean los cañones recién cortados de las pajas. Una vuelta y otra, y otra, y otra..., al compás de las habilidades y de la resistencia de cada quien envueltos en calor y polvo.

Polvo y sudor forman un chorro de lodo que resbala por la frente, por las mejillas y por el cuello. La ropa se paga al cuerpo, y el cuerpo entero es sudor y polvo. La más ligera ráfaga de viento es una bendición. El dolor en la zona lumbar se agudiza. Pero hay que seguir. Con la cara fija en los liños y con el cuerpo doblado hacia el terreno seco. De cuando en cuando se incorporan unos segundas para secarse la frente con el antebrazo. Se incorporan, de nuevo, y  se palpan el dolor de riñones con el dorso de la mano que sujeta la hoz. Algunos se han visto en la necesidad de vendarse las muñecas que ya va apretando el dolor y amenazan con abrirse.

Y, Migue, aguanta a duras penas haciéndose el valiente. Tano, no le quita ojo porque, mirando al chico, le recuerda su primer día de siega, y no puede dejar de observarlo.

-Chico, le dice Tano, llégate hasta el hato y trae la botija, y así en el ir y venir, descansan un poco las manos y espantas un algo esa mordedura en los riñones...

Mientras les dura el refresco del agua entran todos en conversación echan unos cánticos y unas risas sin dejar quietas las manos, sin levantar los ojos de la hoz.

El cereal cortado se asienta con esmero atravesado sobre los cerros para después agavillar y atar en haces, lo antes posible, no vaya a ser que se levante el aire y las revuelva y esparza lo segado por la tierra. Con las lías colgadas a la cintura, Migue, agavilla y ata haces tal y como lo enseñó su padre, hoy solo ata media docena para probar, y si lo hace bien, que sí lo hace, tendrá el privilegio de atar en los días sucesivos, porque hacer los haces no se le da bien a cualquiera. Después a espigar lo segado, y así una vuelta, y otra, y otra, hasta la hora del almuerzo que paran unos minutos en el hato y luego al corte hasta que llegue el zagal con la comida a eso del mediodía. Es a la hora de la comida cuando el descanso es más reconfortante, se hace un poco más largo, con un poco más de tiempo para cabecear una siesta corta en pleno campo al zumbido de los tábanos, al canto de las cigarras, a la sombra de los árboles si los hubiera y si no debajo el carro.

Por la fuerza de la costumbre el cuerpo termina por acostumbrarse y ya andan haciendo planes y apuestas para dentro de unos días en que, los más duchos o los más osados, echarán carreras por los cerros a ver quién es el más rápido segando.

-Anda Migue, descansa un poco la postura, dice Tano, deja un momento la hoz y vete a dar agua a las mulas. Anda, llégate hasta la fuente La Francesa, esa de ahí, la que está abajo en la revuelta, desde aquí no se ve, pero está muy cerca. Y vigilas que no cojan sanguijuelas y luego, cuando hayan bebido, le procuras un pienso.

Al atardecer emprenden el regreso a casa. Los padres y el abuelo de Migue lo están esperando. La madre ultima los preparativos de la cena y el padre no hace más que asomarse a los caminos a ver si los ve llegar, a ver si viene ya la cuadrilla de Migue. Su madre le ha hecho una cataplasma y un ungüento para calmar el escozor de las ampollas que ha hecho el mango de la hoz en la palma de la mano. Migue, se hace el valiente y disimula las dolencias, dice que el cuerpo se acostumbra, que tarda unos días pero que termina por acostumbrarse. Los padres todavía lo recuerdan y saben muy bien de los padecimientos de los primeros días. Su madre lo obliga a que meta  los pies en la palangana de agua con sal porque andarán doloridos y extrañados de calzar trapos y abarcas.

Migue, más aliviado, cuenta en la cena cómo le ha ido el día, los cantares que han ido entonando al ritmo de las hoces, los cuentos y chismes que han contado, las apuestas de carreras con la hoz a ver quién segaba más agudo, las veces que apitaron los perros y los echaron a las liebres y a los conejos que salieron de improviso de entre la mies, de las dos liebres que guisará Tano pa la merienda del domingo.

Después de cenar salen un poco al fresco, los padres se sientan a la puerta con los vecinos, Migue da una vuelta con los amigos por allí por el vecindario pero solo un rato que mañana vuelve a madrugar. Hay que ir pronto a la cama, a descansar y a dormir, para poder rendir en el trabajo, y así, un día y otro mientras dure la temporada.

Y, Migue, extenuado por el trabajo de hoy y satisfecho por haberse convertido, también hoy, en un hombre, en un hombre de provecho, lleva su dolorido cuerpo al descanso nocturno, cae rendido en la cama y se duerme al instante. Sueña con el llanto del trigo al cortarlo, con las hoces que se le enredan en los dediles, con el calor, con las carreras de los perros, con el refresco de la botija, con el miramiento de Tano, con la comida llevada por los zagales, con la siesta debajo del carro, con el canto de las cigarras, con el atado de los haces y, sobre todo, con lo que a él más le ha impresionado, ver desfilar a las avutardas paseando y levantando el vuelo, ha sido lo que más  ha disfrutado del día, y, Migue sueña con todo eso hasta que, en los entresueños escuchas la voz de su padre:

-Vamos Migue, que ya es la hora. Levanta hijo mío, y vístete, que tu madre ya anda preparando el desayuno.
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del libro Cuentos del Sobrau / Villabuena en la Memoria. publicado en 2017


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