El cruce, nuestro Cruce, estación inmaterial de tránsito situada en la intemperie a las afueras del pueblo sin construcción de obra, sin paredes, sin cubierta, sin tejado, sin un simple sombrajo, sin..., sin cobijo, exenta de servicios y ornamentos, sita en el estratégico punto de un cruce de caminos, uno de ellos embreado por donde, preferentemente, rodaban los escasos vehículos a motor de la época.
El cruce, un punto de esperas, encuentros y despedidas donde el respirar al aire libre se condensaba en una mezcla de alegrías y penas en aquel entorno descampado y semi desértico que, a mí, en mi infantil pensamiento, se me hacía como una puerta abierta hacia todos los lugares, como si allí empezaran todos los caminos, como la puerta del mundo.
Ya andaba despidiéndose agosto, había refrescado en sus últimos días, los forasteros habían ido abandonando el pueblo. En un mes escaso las gentes de nuestro pueblo habríamos vuelto al letargo al recogimiento a los vientos del otoño a las tardes noches de buena lumbre, a los días cortos, a las noches largas y al preludio del gélido invierno.
Aquel día habíamos ido hasta el camino Toro a casa de los abuelos a estar un rato en familia y después acompañar a nuestros-forasteros, al cruce, a coger el coche de línea, a ayudar con el equipaje a nuestros tíos y primos que, pasados diez días después de san Roque, volvían a su casa.
Aquellas despedidas nos ponían tristes y hallábamos consuelo en estar juntos un buen rato, en estar con ellos hasta que llegaba el coche y colocaban sus maletas de cartón, los bultos atados con cuerdas y los paquetes de mano. Los bultos más grandes los subían por la escalera que el coche llevaba incorporada en la parte de atrás y que subía hasta el techo del autobús, hasta la llamada" baca del coche". Aquellos equipajes que, entre todos, en caravana, habíamos dado escolta durante el trayecto de casa al cruce, bien a lomos del burro, en "el carretillo" de madera, en el carro de labranza, en moto, bicicleta, moto-sidecar, y, si no se disponía de medios se llevaba cargado a la cabeza, al hombro, o a la cadera.
Aquella tarde un viento fresco, fuerte y polvoriento envolvía el cruce, las ráfagas cortaban la respiración y nos cegaban los ojos, pero allí permanecíamos juntos, apiñados, resguardados los unos con los otros, haciendo-obrigada entre todos, entre apuros, entre pena y risas nerviosas, esperando ver aparecer el autocar por el camino de brea. Y recuerdo que teníamos las mismas ganas de que llegara el coche como de que no. Pero llegó.
Una vez instalado el equipaje subían los pasajeros y allí nos quedábamos a verlos subir en el coche de línea a querer saber qué asientos ocupaban, a mirarnos a hurtadillas entre los que se iban y los que nos quedábamos sujetando aquellas lágrimas incontenibles que intentábamos ocultar los niños y los mayores también, allí, en aquella estación a la intemperie asentada en el cruce de caminos testigo de tantas esperas y de tantas despedidas, allí, hasta que arrancaba el motor, hasta que se ponía en marcha el vehículo hasta que se iba perdiendo en la lejanía..., diciéndonos adiós con la mano hasta que nos perdíamos de vista, hasta que la curva de la cuesta abajo se tragaba el coche de línea.
Después del trasiego de los forasteros, el cruce quedaba relegado a los paseos alrededor del pueblo aquel salir de paseo a la carretera, al cruce, a ver quién coge el coche de línea entre diario, quién viene, quién va, salir en pandilla con las amigas, las vecinas, los niños, los diás de diario, los domingos, los días de fiesta...
El cruce nos proporcionaba otra misión importante; la saca del cartero de correos. Un mundo dentro de un saco lleno de vidas, de alegrías, de tristezas, de ilusiones; fotos, cartas, postales, telegramas..., recuerdo la intriga de pensar en aquella saca que llevaba dentro el corazón de tanta gente en las cartas de papel y tinta. Cuántas veces se leían y releían a aquellas personas que no habían podido aprender a leer, llevaban la carta a que se la leyera alguien, alguien de confianza.
La saca de correos. El señor cartero iba en bici a llevar y recoger el correo al coche-Zamora, después la llevaba a su casa donde tenía el despacho de servicios postales que atendía a través de una taquilla o ventanilla, y también tenía un buzón colgado a la puerta de entrada de su casa, había otro buzón en el ayuntamiento-viejo y otro donde "La Hermandad" frente a la iglesia, que anteriormente fue el comercio de ultramarinos de la señora Cecilia.
Todavía recuerdo el cajón de casa, el cajón de la correspondencia recibida y la caja de las cosas de escribir repleta de sobres, cartas de papel-tela blancas y otras ribeteadas de luto, un bloc de cartas rayado otro sin rayar, sellos, plumas, palilleros, limpiaplumas hechos de fieltro, tintero, papel secante, lápices, modernas gomas de borrar trazos de lápiz y tinta, pluma estilográfica y algún bolígrafo que "habían salido nuevos" o al menos en nuestro pueblo, el bolígrafo era un utensilio novedoso.
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