Nos contaban los abuelos que los 17 de enero se iba a dar vueltas a las inmediaciones de la Iglesia a bendecir a los animales. El ganado de labranza iba con sus arreos más bonitos, haciendo sonar cascabeles en los adornos. Las crines bien cepilladas o recogidas en trenzado con cintas de colores. Estrenaban mantas, sus mantas burgalesas, nuevas, para aguantar mejor la crudeza del invierno.
Este día le poníamos un pienso más rico por ser su fiesta. A las gallinas le echábamos conchilla en la avena y las mulas empezaban la bola grande de sal que habíamos comprado en el comercio del pueblo. Se la poníamos en el pesebre y las mulas lamían como si fuera una golosina de caramelo blanco. Como críos, nos gustaba mirarlas cuando estaban en la cuadra dando lengüetazos a la bola de sal. Nuestros ojllos no legaban a la altura del pesebre y teníamos que ponernos de puntillas, para poder mirar un poco más alto nos rescolgábamos de los bordes del pesebre.
El cariño que le teníamos a los animales de labranza era muy grande. Los niños sabíamos que trabajaban mucho, que trabajaban para nosotros para darnos de comer y para poder comprarnos las cosas.
Que iban todos los días al campo y a la huerta con los padres a ganar el pan.
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Fragmento de Crónicas a la Luz del Candil
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