jueves, 29 de octubre de 2020

... Más, que el frío del invierno

Todavía andaban por el sobrau las cartillas grises con títulos de cupones. Las encontramos de casualidad, sin buscarlas, y sin saber que andaban por casa. Que existían de verdad. Estaban dentro de una caja de cartón. Su color gris riguroso y las anotaciones interiores manuscritas a pluma y tinta de tintero, nos hicieron sospechar que aquello había sido un documento importante. A nuestro entender, leíamos en columna; azúcar, sopa, aceite, leche, sal, jabón, carne..., y en la misma columna y en la misma línea unos decimales; centilitros, gramos..., que no entendíamos. Pero lo que sí teníamos claro era que habíamos descubierto algo valioso. Cogimos la caja y bajamos del sobrau a toda prisa para enseñar a los mayores nuestro preciado hallazgo. Recuerdo el impacto que les causó volver a verlas. Tenerlas ahí, delante de sus ojos otra vez...

Nos explicaron un poco por encima, sin ningún atisbo de rencor ni acritud en sus palabras, que aquello que racionaban era realmente escaso, que no duraba nada. Que tanto el aceite, como todos aquellos productos de primera necesidad eran un lujo para la mayoría, que se podía conseguir de estraperlo, pero el precio a pagar era muy caro.

La mayoría de las comidas tenían que cocinarlas con sebo como sustitutivo del aceite Nos contaron algo sobre el estraperlo que no alcanzábamos a entender muy bien, y no sé cuántas penurias más, que los pequeños apenas podíamos relacionar con nuestro presente. Nos hablaban del pan de centeno, pan negro, del azúcar negro..., de que hubo mucha gente que pasó hambre a pesar de esas cartillas de razonamiento.

En las escuelas también nos explicaron, sin tanto detalle, aquella época que aunque no venía en la lección del libro nos lo contaba la maestra como si fuera una clase de la historia de España.

Aun no pudiéndonos hacer una idea de cómo habría sido aquello, ese día nos duró la tristeza no recuerdo cuánto, pero mucho. Casi estábamos arrepentidos, como con un sentimiento de culpa, por haber encontrado aquello que nos puso al borde del llanto a grandes y pequeños. Muy en el fondo, teníamos la sensación de haber aprendido cosas, cosas reales que habían pasado ya, pero que las había sufrido en mayor o menor medida, nuestra gente, y las gentes del pueblo, gente que conocíamos. A los niños nos parecía imposible que aquellas cosas hubieran sido verdad.

Aquel día nos supo más rica la comida, la merienda y el galgueo de entre horas. Procuramos no malgastar la pastilla de jabón-de-olor, dejándola demasiado tiempo dentro del agua de la palangana...

Por la tarde, como quiso la casualidad o el capricho del destino, en una de esas tertulias que eran habituales y muchos más largas en los días y en las noches del otoño y del invierno: apareció una señora mayor, estaba de paso, dijo. Venía de la capital a ver a unas amistades y a pasar unos días en su pueblo, un pueblo cercano, a dar una vuelta a casa, a la casa de sus padres que estaba cerrada, que ya no vivía nadie.

Los mayores empezaron a hablar de que, hoy, los niños habíamos estado revolviendo por el sobrau y habíamos ido a parar a las cartillas de racionamiento. La señora, decía, que también ella había pasado la tarde revolviendo entre papeles y cosas, que había encontrado también las cartillas y un cuaderno donde, de joven, escribía de cuando en cuando reminiscencias de los años 30 y, que este hallazgo la había hecho recordar aquella época, aquellas cosas que ocurrieron en pueblos y ciudades cuando la guerra, y, que si queríamos, nos lo contaba o nos lo leía, porque había traído el cuaderno.

Como quiera que la tarde se había puesto oscura, ventosa y fría, pusieron el candiel cerca, por si se iba la luz. Se echó otro cepo a la lumbre y atizaron el brasero. Los mayores cuestionaban si éramos o no lo suficiente mayores como para escuchar aquellas cosas. Ya habíamos descubierto las cartillas y algo nos habían ido explicando también en las escuelas como si fuera una lección de historia, además de los rumores que siempre se habían oído en las conversaciones de la gente más mayor, y además, había pasado tanto, tanto tiempo...

Cuentan y dicen y dicen y cuentan.

La señora sacó el cuaderno de un envoltorio de papel.

-Se titula "La ventana de atrás" -dijo calándose los anteojos, y empezó a leer como contándonos un cuento:

"La ventana de atrás es una de las cinco ventanas del sobrau que da al solombrío. Al solombrío de Castilla. La mayor parte del año coincidiendo con los meses más frescos, la ventana permanece cerrada. La vista que ofrece nada más asomarte es el cercado, y un poco más allá el camino del cementerio y una pequeña extensión del miso cementerio, justo donde se encuentran las tumbas y las hoyas donde se da sepultura a los niños más pequeños. Aquellas tumbas chiquitinas que bordean un espacio yermo por andar cada dos por tres removiendo la tierra, haciendo más y más hoyas. Era en el verano cuando más muertes infantiles había. No pasaba semana sin que las campanas de la iglesia dejaran de tocar a gloria. Ese doblar, ese tañer de las campanas anunciando la muerte de un niño, desgarrándonos por dentro una y otra vez.

En la ventana de atrás los geranios no florecían, ni florecía ninguna otra planta de todas las que habíamos ido probando. Solo echaban verde, todo el crecer lo echaban en verde. Así que nos llevamos los tiestos a las otras ventanas donde daba el sol, a que salieran las flores, que le salieron. La ventana de atrás la medio tapamos con una tela metálica y echamos los cuarterones por no tapiarla del todo, por no condenarla, porque de vez en cuando, ayudaba a airear el sobrau a las corrientes de aire de las otras ventanas.

A la salida de la escuela, a los niños mayores, nos gustaba subir con la merienda al sobrau y mirar por las ventanas a eso del atardecer, cuando empezaban a volver los hombres del campo en sus yuntas de mulas y burros enganchados al arado, al carro o a la vertedera. Desde el sobrau veíamos llegar, a lo lejos, a los padres, tíos, abuelos y vecinos. Bajábamos corriendo al camino a buscarlos y a montarnos con ellos en las caballerías o en el carro, y tan contentos.

Las madres, mientras, atendían y echaban de comer a los animales del corral y preparaban la cena. Se cenaba pronto, para después hacer o recibir visitas en las casas, de familiares, amigos o vecinos. Donde los hombres hablaban, las mujeres hablaban mientras cosían y los niños jugábamos hasta que se terminaba la vela o se hacía la hora de irse a dormir.

Aquel jueves por la tarde sin escuela, como todas las tardes de los jueves, los chicos y las chicas jugábamos en la calle no muy lejos de la solana donde se sentaban las madres con la costura, hasta que anochecía y nos íbamos para casa a hacer los deberes de la escuela hasta la hora de la cena.

Las madres cosiendo y los niños jugando, cuando empezaron a pasar coches. Coches que no habíamos visto en verdad, solo en los tebeos y en algún periódico del café de la plaza. De los coches bajaron unos hombres. A los niños nos hicieron poner en pie, a las madres también. Después se metieron en los coches y se adentraron más en el pueblo. Las madres recogían la costura deprisa al tiempo que nos "ordenaban" que, a casa, ¡todos a casa!

(La señora de los anteojos, paró un momento de leer, se secó las lentes..., y continuó con la lectura) 

Mi madre cerró todas las puertas y nos subimos al sobrau a mirar por las ventanas, a ver si veíamos llegar a los hombres del campo. Cuando empezaron a llegar, mi madre nos prohibió salir al camino, pero salió ella. La veíamos desde la ventana, y veíamos también a otras madres y a las abuelas que salían a esperar a los hombres. Vimos a la señora Celia que volvía llorando porque su marido no estaba ni lo había visto nadie desde que saliera al campo por la mañana. Ni tampoco había vuelto a casa el abuelo de Salvi, ni el vecino de Cati.

Los hombres del campo, muy serios y en silencio, entraron en los corrales, desaparejaron las yuntas y le echaron un pienso, y pasaron a casa como cada día. Mi madre nos mandó bajar del sobrau diciendo que cerráramos bien las ventanas, todas las ventanas y que fuéramos poniendo la mesa que hoy había que cenar pronto, y los niños a la cama aunque fuera muy pronto, y sin alborotos. Y fuimos poniendo la mesa y sentándonos a cenar. Estábamos a medio cenar cuando nos sobrecogió a todos un golpazo en la puerta de la calle. Al momento había cuatro hombres en la cocina. Le preguntaron, a voces, a mi padre por el nombre de un hombre, mi padre no era ese hombre. Pero no lo creyeron y tuvo que ir mi madre a buscar al baúl la caja de los papeles para que vieran que ese nombre no era el de mi padre. Y se marcharon.

Alrededor de la mesa con todos los platos a medio terminar nos quedamos inmóviles y callados, muy callados. Toño hipaba, tenía ganas de llorar y nosotros le decíamos, bajito, que no metiera ruido.

Creo que era ya muy de noche cuando mi padre y mi madre salieron al portal. El motor del coche hacía un buen rato que había dejado de oírse.

Mi madre entró muy callada, casi sin mirarnos, con la cara como de estar llorando. Cruzó aguda la cocina y fue hasta la despensa. Volvió con otra vela. Entre mi padre y ella buscaban por el suelo del portal el tranco de la puerta de la calle, que, al final, había ido a parar a la cantarera.

Mi padre cogió el bote de las puntas y el martillo y cerró, medio clavando, la puerta de la calle hasta el día siguiente en que, a las primeras luces del día, arregló el tranco y le puso dos aldabas más. Como si trancos y aldabas fueran a mitigar el miedo que sentíamos o a impedir el paso a las casas de aquellos señores que veían en los coches...

La señora Celia había pasado la noche sin su marido. Tampoco se sabía nada del abuelo de Salvi ni del vecino de Cati. Los niños nos fuimos a la escuela y los mayores al café de la plaza, a ver qué decía la radio en el parte de las diez, después salieron al campo.

La maestra nos contó cuentos durante toda la clase y nos puso muy pocos deberes.

Cuando volvíamos de la escuela, a eso de las cinco de la tarde, entraban en el pueblo, otra vez, aquellos coches. Y nosotros nos fuimos corriendo, cada uno a su casa a avisar a las madres, a cerrar las puertas, a subir al sobrau, a asomarnos por las ventanas entre-abiertas, a ver cuando llegaban los hombres del campo. Los hombres del campo volvieron algo más pronto que de costumbre. Y las madres prepararon la cena mucho antes que de costumbre, aunque no salimos luego de visita ni nadie vino a visitarnos como era costumbre. Cenamos en silencio, con todo cerrado, con un par de velas más alumbrando. Velas que apagó mi padre de un soplo al oír el ruido de coches atravesando el silencio de las calles. Y os dijo, bajito, que silencio..., y nos cogió a todos en un abrazo grande y largo, de largo hasta que se dejaron de oór los motores de los coches.

Pasado un rato, mi padre subió a oscuras al sobrau y nosotros detrás. Desde las ventanas entreabiertas no se oía ni se veía nada. Después se empezó a ver un resplandor de luz entrando por el camino del pueblo, al menos son cuatro coches, dijo mi padre en un susurro. Y al poco se empezó a oír en la quietud de la noche el rugido de los cuatro motores entrando en el pueblo que se confundieron con los ruidos, voces y destellos de luz que empezaban a filtrarse por las rendijas de los cuarterones echados de la ventana de atrás. Todo el sobrau tembló con el estruendo, eso ha sido un disparo, dijo mi padre con la voz rota, y se fue a mirar entre las rendijas de la ventana de atrás, y nosotros con él. Habían entrado al cementerio, llevaba faroles o era la luz de los faros, se veían desde la ventana, estaban en el sitio de las hoyas infantiles..., todo muy rápido, todo sucedió muy deprisa.

La noche pasó entre llantos ahogados de grandes y pequeños. La noche pasó sin sueño. No recuerdo otra noche más larga como aquella noche. Ni otro silencio como aquel silencio que siguió a la noche durante toda la noche. Ni recuerdo haber sentido otro terror parecido cuando llegaban las noches. Y aquel "acecío" que me entró, de todas las veces que me pregunté y pregunté, que cómo pudieron meter a los hombres en aquellas hoyas infantiles, si no cabían...

Contra la mañana, los vecinos empezaron a ir de casa en casa, todos sabían que algo había pasado, soy fulanito, abre. Dicen que anoche entraron en casa de tal o cual otro cuando estaban cenando y se llevaron a los hombres y los subieron al cementerio... Y entre los muertos no estaba ni el marido de la señá Celia, ni el abuelo de Salvi, ni el vecino de Cati...

En la escuela, nos pasamos la mañana, primero rezando mucho y luego leyendo cuentos. La tarde también. Y a la salida, derechos a casa. Y en casa con las puertas y las ventanas cerradas, a cenar pronto y a la cama.

Se decía que habían visto al abuelo de Salvi por el campo viviendo en las tudas y que le habían dado comida porque estaba muerto de hambre de no encontrar frutas ni raíces que comer, que andaba medio desmayado, pero que a callar, que no había que decir que lo habían visto... Y había rumores de que la señora Celia, tanto llorar por el marido y lo tenía viviendo en un armario empotrado que habían hecho en una noche, en la pared de la cuadra de los burros. Mientras ella, entraba, salía, se iba por calles y caminos preguntando por él, y luego, se plantaba en la ventana del sobrau que ni se movía mirando pa los campos como un sansirolé... Y, a callar.

Y también dijeron, que se oía decir, que el vecino de Cati, que si se había pasado a Francia sin hato, sin maleta, sin nada... Y, a callar.

Volvieron otros coches y, a plena luz del día se llevaron gallinas, conejos, garbanzos, trigo, productos de las huertas, todo, todo por la causa.

Empezaron a escasear los alimentos. El pan dejó de ser blanco, el aceite y el azúcar alcazaron precios imposibles, como los demás alimentos de primera necesidad. Y llegó el hambre. Y apareció el estraperlo. Y hubo más hambre. Y después, tiempo después, aparecieron las cartillas de racionamiento. Cartillas que apenas si conseguían engañar al hambre..."

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