Era domingo por la tarde las amigas habían salido de paseo a La Peña como tantos otros, como tantas veces por el mismo camino, por la misma senda, por las mismas pisadas. En la subida a la Piedra las Nueve asentaban los pies en un caleño que aparentaba ser un saliente de roca firme, pero esa tarde de domingo el caleño o su pie cedieron y la niña bajó por el precipicio hasta que la ladera quiso detenerla.
Cuando las amigas pudieron llegar hasta ella vieron su cara y su vestido ensangrentados. Emprendieron el camino al pueblo. Sangraba por la boca y por la nariz y llevaba la mitad de la lengua colgando en un hilo que ella misma sujetaba con la mano.
Don Eloy, el médico del pueblo, le diagnosticó, además, rotura de nariz, le cosió también la lengua con el instrumental del que disponía por aquel entonces, eran los años treinta, y aquella niña era mi madre.
Quiero dejar constancia de ello porque también la recuperación fue muy dura, los que la conocieron lo saben. Y quiero elogiar la atención del médico porque con tan escasos medios hizo una cirugía, impecable, que para sí quisieran los cirujanos plásticos de hoy en día.
(A la memoria de mi madre)
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