jueves, 18 de junio de 2020

Entre el suelo y el cielo

Entre el suelo y el cielo


... cuéntame un cuento, a poder ser, de otro tiempo ...

Hace menos de un mes que Migue cumplió la escuela. Su madre, orgullosa, ha guardado con esmero el cabás. el plumier, los cuadernos, las pinturas, la pizarra, la Cartilla de las notas y el Certificado de Estudios Primarios.

Migue apenas si ha pegado ojo esta noche cuando su padre entra en la habitación a despertarlo. Migue no está muy convencido de si ha sido o no capaz de dormir unos minutos, el caso es, que todavía es de noche.

-Vamos Migue, que es la hora, levanta hijo, tu madre ya anda preparando el desayuno...

Y Migue se sacude el sueño, se tira de la cama, se viste rápido y se planta en la cocina. En la mesa tiene un tazón humeante de leche con pan migado y dos cucharadas colmadas de azúcar, como a él le gusta. Desayuna a trompicones, dice que es como si tuviera el gaznate cerrado, que le cuesta tragar. Se calza con los trapos de loneta, los cordeles y las abarcas que abrocha con diligencia, lo ha aprendido viendo a su padre cuando, en otro tiempo, volvía del campo. Las abarcas le quedan un poco grandes y ha habido que hacerle un agujero más a todas las trabillas. En el hueco de la escalera del sobrau tiene preparado el hato y las alforjas desde ayer por la tarde; la hoz, los dediles de cuero, el sombrero, un pañuelo, unos vendajes...

Estos días, Migue, ha engrasado los dediles con un trozo de tocino intentando suavizar la dureza del cuero, la flexibilidad perdida durante el letargo de no se acuerda cuántos años en que los utilizara su padre por última vez. Igualmente ha limpiado la herrumbre de las hoces afilándolas a piedra bajo la atenta mirada de su padre hasta quedar resplandecientes.

-No se te vaya a olvidar nada, Migue, le dice su madre, con los ojos vidriosos, mientras le alarga la piedra de afilar.

Migue, tendrá que ir habituándose a comer a esas horas, a duras penas ha conseguido desayunar un poco y en un santiamén ya está dispuesto. Coge los aperos, se cuelga el sombrero al cuello y se dispone a salir de casa. Los padres lo acompañan hasta la puerta. El padre, en esa costumbre de echarle la mano al hombro al chico y a su madre, recorren los tres los escasos metros de pasillo que los separa de la puerta de la calle, hablando con el chico a modo de despedida.

-Hijo, acuérdate sobre todo, de lo que te ha enseñado tu padre.

Y Migue, baja la cuesta seguido por los ojos de sus padres que, en unos instantes, lo pierden de vista.

-Todavía es de noche..., dice su madre entre sollozos.

Migue, va en busca de la cuadrilla. Hoy es su primer día, hoy se estrena con la hoz, hoy, será uno de ellos, uno de los segadores de la cuadrilla, un hombre, el hombre de la casa que sale a ganar el pan. Migue, conoce de la siega lo que puede conocer un niño, un zagal que ha estado unos cuántos veranos llevando la comida a las cuadrillas de segadores. De vez en cuando y a modo de juego, a los zagales se les permitía la siega en los linderos, en algún ribazo y en los alrededores de los árboles donde la mies crecía rala y poco más. Pero hoy será un segador, hoy se hará uno de ellos, ya es mayor para seguir de zagal, se ha convertido en un chico de edad, esa edad de trabajar y llevar un jornal a casa.

-Qué contento vienes, le dicen los de la cuadrilla, a ver si sigues igual a la vuelta.

Y Migue, hace un ademán, se encoge de hombros como dando una respuesta, como quitando importancia, y ayuda a la cuadrilla a echar las alforjas, las hoces y demás aperos al carro tirado por la yunta de mulas. En los cuévanos que llevan colgados debajo del carro viajan los dos perros que, refunfuñando por las horas tempranas, dicen los de la cuadrilla, pero que cuando el carro echa a andar se quedan en silencio. Tano, guía las mulas turnándose con otro compañero y los demás intentan dar  una cabezada hasta la finca que queda lejos. A Migue, le han echado un cacho-manta por encima y lo animan a que duerma todo el rato porque hoy, y aunque Migue conoce bien los caminos del campo, hoy no guiará las mulas, lo hará en unos días.

Y Migue, tumbado en el carro, boca arriba, pone la vista en la luna, en las estrellas y en el cielo que ya empieza a clarear, son esas horas que llaman de entre dos luces. Los ojos de Migue siguen el recorrido de la luna que va con ellos al mismo paso del carro, al ritmo de las curvas y de los caminos, No puede dormir, es incapaz de conciliar el sueño. Hoy tiene que dar la talla como segador en el campo. Dar la talla como un hombre. Y se rebulle entre el espacio del carro y el trozo de manta.

-Tú has de dormir chico, le dice Tano en voz baja, mientras guía las mulas sentado en la vigueta del carro, al silencio, al frescor de la madrugada, al niño se le escapa alguna que otra lágrima que seca agudo, con la punta de la manta antes de que los otros las descubran, porque ya se ve, ya está bien amanecido, ya anda queriendo salir el sol de entre los tesos. Al llegar a la tierra buscan un sitio resguardado donde dejar las mulas, el carro, los aperos y el hato, lejos de las hormigas y de los avisperos, a poder ser, que dé la sombra el mayor tiempo posible. Cavan un hoyo en el suelo y meten las jarronas y las botijas del agua para que se mantengan frescas, ahí, medio enterradas. 

Los perros se quedan dormidos en el hato hasta que una voz los apite echándolos a una liebre o a un conejo que salen de tanto en tanto entre los cerros a medida que el murmullo de los segadores se acerca a las camas y madrigueras escarbadas al resguardo de la mies.

Los segadores ataviados con sombreros, pañuelos, hoces y dediles de cuero, se dirigen al corte y empiezan la tarea con la mirada puesta en la línea de las espigas. En menos de nada los acompaña un sol ardiente cuyos rayos traspasan todos los resquicios de su atuendo. En unos días el cerco del sombrero quedará marcado en el rostro delimitando el sol y sombra. Hay que seguir adelante, y avanzan encorvados sobre la espesura del trigo. En una mano la hoz, con la otra sujetan el corte o gavilla, como ayudándole a la hoz. Los ojos esquivando las argañas de las espigas. Con los pies sortean los cañones recién cortados de las pajas. Una vuelta y otra, y otra, y otra..., al compás de las habilidades y de la resistencia de cada quien envueltos en calor y polvo.

Polvo y sudor forman un chorro de lodo que resbala por la frente, por las mejillas y por el cuello. La ropa se paga al cuerpo, y el cuerpo entero es sudor y polvo. La más ligera ráfaga de viento es una bendición. El dolor en la zona lumbar se agudiza. Pero hay que seguir. Con la cara fija en los liños y con el cuerpo doblado hacia el terreno seco. De cuando en cuando se incorporan unos segundas para secarse la frente con el antebrazo. Se incorporan, de nuevo, y  se palpan el dolor de riñones con el dorso de la mano que sujeta la hoz. Algunos se han visto en la necesidad de vendarse las muñecas que ya va apretando el dolor y amenazan con abrirse.

Y, Migue, aguanta a duras penas haciéndose el valiente. Tano, no le quita ojo porque, mirando al chico, le recuerda su primer día de siega, y no puede dejar de observarlo.

-Chico, le dice Tano, llégate hasta el hato y trae la botija, y así en el ir y venir, descansan un poco las manos y espantas un algo esa mordedura en los riñones...

Mientras les dura el refresco del agua entran todos en conversación echan unos cánticos y unas risas sin dejar quietas las manos, sin levantar los ojos de la hoz.

El cereal cortado se asienta con esmero atravesado sobre los cerros para después agavillar y atar en haces, lo antes posible, no vaya a ser que se levante el aire y las revuelva y esparza lo segado por la tierra. Con las lías colgadas a la cintura, Migue, agavilla y ata haces tal y como lo enseñó su padre, hoy solo ata media docena para probar, y si lo hace bien, que sí lo hace, tendrá el privilegio de atar en los días sucesivos, porque hacer los haces no se le da bien a cualquiera. Después a espigar lo segado, y así una vuelta, y otra, y otra, hasta la hora del almuerzo que paran unos minutos en el hato y luego al corte hasta que llegue el zagal con la comida a eso del mediodía. Es a la hora de la comida cuando el descanso es más reconfortante, se hace un poco más largo, con un poco más de tiempo para cabecear una siesta corta en pleno campo al zumbido de los tábanos, al canto de las cigarras, a la sombra de los árboles si los hubiera y si no debajo el carro.

Por la fuerza de la costumbre el cuerpo termina por acostumbrarse y ya andan haciendo planes y apuestas para dentro de unos días en que, los más duchos o los más osados, echarán carreras por los cerros a ver quién es el más rápido segando.

-Anda Migue, descansa un poco la postura, dice Tano, deja un momento la hoz y vete a dar agua a las mulas. Anda, llégate hasta la fuente La Francesa, esa de ahí, la que está abajo en la revuelta, desde aquí no se ve, pero está muy cerca. Y vigilas que no cojan sanguijuelas y luego, cuando hayan bebido, le procuras un pienso.

Al atardecer emprenden el regreso a casa. Los padres y el abuelo de Migue lo están esperando. La madre ultima los preparativos de la cena y el padre no hace más que asomarse a los caminos a ver si los ve llegar, a ver si viene ya la cuadrilla de Migue. Su madre le ha hecho una cataplasma y un ungüento para calmar el escozor de las ampollas que ha hecho el mango de la hoz en la palma de la mano. Migue, se hace el valiente y disimula las dolencias, dice que el cuerpo se acostumbra, que tarda unos días pero que termina por acostumbrarse. Los padres todavía lo recuerdan y saben muy bien de los padecimientos de los primeros días. Su madre lo obliga a que meta  los pies en la palangana de agua con sal porque andarán doloridos y extrañados de calzar trapos y abarcas.

Migue, más aliviado, cuenta en la cena cómo le ha ido el día, los cantares que han ido entonando al ritmo de las hoces, los cuentos y chismes que han contado, las apuestas de carreras con la hoz a ver quién segaba más agudo, las veces que apitaron los perros y los echaron a las liebres y a los conejos que salieron de improviso de entre la mies, de las dos liebres que guisará Tano pa la merienda del domingo.

Después de cenar salen un poco al fresco, los padres se sientan a la puerta con los vecinos, Migue da una vuelta con los amigos por allí por el vecindario pero solo un rato que mañana vuelve a madrugar. Hay que ir pronto a la cama, a descansar y a dormir, para poder rendir en el trabajo, y así, un día y otro mientras dure la temporada.

Y, Migue, extenuado por el trabajo de hoy y satisfecho por haberse convertido, también hoy, en un hombre, en un hombre de provecho, lleva su dolorido cuerpo al descanso nocturno, cae rendido en la cama y se duerme al instante. Sueña con el llanto del trigo al cortarlo, con las hoces que se le enredan en los dediles, con el calor, con las carreras de los perros, con el refresco de la botija, con el miramiento de Tano, con la comida llevada por los zagales, con la siesta debajo del carro, con el canto de las cigarras, con el atado de los haces y, sobre todo, con lo que a él más le ha impresionado, ver desfilar a las avutardas paseando y levantando el vuelo, ha sido lo que más  ha disfrutado del día, y, Migue sueña con todo eso hasta que, en los entresueños escuchas la voz de su padre:

-Vamos Migue, que ya es la hora. Levanta hijo mío, y vístete, que tu madre ya anda preparando el desayuno.
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del libro Cuentos del Sobrau / Villabuena en la Memoria. publicado en 2017


lunes, 15 de junio de 2020

Cuando sus primos paternos brillaban entre la alta sociedad de la época, ella permanecía recluida en la dehesa de San Andrés (Toro)

Palacio de Villachica en la dehesa de San Andrés, Toro

Adentrarnos en su biografía nos lleva a recordar que los Villachica procedían de la provincia de Álava desde donde se instalaron en Madrid a mediados del siglo XVIII. En la capital desarrollaron actividades comerciales y financieras hasta llegar a formar parte de la burguesía madrileña que también se implicó en la política y es en su seno cuando en el último tercio del siglo siguiente nacería nuestra protagonista.

Sus antepasados más próximos, Manuel Villachica Arza y su esposa Basilia Rivacoba, vivieron en la plaza de Isabel II de Madrid donde además tenía uno de sus negocios los Baños de Oriente y allí criaron a sus hijos Paula, Camila, Manuel y Luis con la ayuda del servicio y de una maestra jubilada, Mariana Dubois, que permaneció en la casa hasta su fallecimiento, sus días de asueto los disfrutaron, primero en su palacio de Carabanchel y después en su casa de la dehesa de San Andrés, en Toro.

Manuel estudió Derecho y siguiendo la tradición familiar se casó con una paisana y Luis permaneció soltero y se interesó por la explotación y administración de las fincas rústicas que integraban la muy considerable fortuna de los Villachica teniendo especial interés en la provincia de Zamora hasta el punto que su padre lo reconoció así en sus disposiciones testamentarias <> y continuaba diciendo: << Declaro y así es mi voluntad y deseo, que, si a mi dicho hijo don Luis, le agradase y conviniese se le adjudique en parte de pago de dicho legado del remanente del quinto y mejora del tercio que le hago, la Hacienda, que me pertenece, nombrada Dehesa de San Andrés, término jurisdiccional de Toro, con cuanto la forma y constituye, inclusa la heredad titulada Adalia, próxima a dicha dehesa y en el propio término jurisdiccional >>. Y añadía: << mi convencimiento es que dicho mi hijo es el más apto para que maneje dicha posesión por el conocimiento que tiene de ella, adquirido en las grandes temporadas que ha pasado en la misma a mi lado, tomando parte activa en todas las operaciones que son necesarias para su conservación y fomento >> . Nos queda la curiosidad, que no hemos podido satisfacer, de saber qué circunstancias especiales concurrían en Luis, que sus hermanos reconocían  que llevaron a su padre a mejorarle la herencia.

Luis Villachica, eligió como lugar de residencia durante muchos años, la dehesa de San Andrés, en Toro, en cuya casa vivió, acondicionándola a su gusto y dirigiendo sus negocios desde ella y donde estuvo empadronado desde 1874 hasta 1887, a partir del año 1888 fijó su residencia en Madrid, aunque los viajes a Toro fueron frecuentes, pasando en la dehesa toresana la primavera, el verano y el otoño.

- detalles del interior de la dehesa casa-palacio de San Andrés en Toro -



Al fallecer su padre, don Manuel Villachica Arza, recibió como herencia casi todos los bienes que poseía la familia en la provincia de Zamora y de Toro, excepto algunas fincas que se le otorgaron a su hermano Manuel. Las propiedades que pertenecían a la administración de Zamora se encontraban en Zamora, Tardobispo, Valcabado, Cubillos, Carrascal, Peleas de Arriba, Peleas de Abajo, Fonfala, Bamba, Montamarta, San Cebrián de Castro, Fontanillas de Castro, y las de la administración de Toro se hallaban en Castrillo de la Guareña, Villalba de Lampreana, Villamarrín, Bóveda de Toro, Villabuena, Guarratino, Gema, Madridanos, Torres de Cañizal, Fresno, Coreses y Toro.

Dedicado a la administración de sus propiedades y a los negocios hipotecarios, nunca se casó, pero mantuvo una larga relación con una sirvienta de la casa llamada Marta o Martina Murgoitio, probablemente desde que esta entró a servir en la casa familiar.

Marta Murgoitio-Beña Izaguirre había nacido en Elorrio, (Vizcaya) no conocemos detalles de su vida hasta que con veintidós años, en 1861, la encontramos en Madrid como sirvienta de los Villachica, en su domicilio de la plaza de Isabel II. En la casa entró diciendo que era viuda, cosa que no era cierta ya que el 27 de marzo de 1860 había tenido en Elorrio un hijo natural llamado Jacinto y al que dejó allí, probablemente al cuidado de algunos familiares. Marta no dijo la verdad, pero teniendo en cuenta la época y lo que significaba ser madre soltera, es comprensible que falseara su estado civil para conseguir trabajo y para justificar la existencia de su hijo, prestó servicio a la familia tanto en la casa de Madrid como en su finca toresana de San Andrés a la qe con frecuencia iban Manuel Villachica, viudo desde 1854, y su hijo Luis.

Poco tiempo tardó en iniciarse la relación entre Luis Villachica y Marta, relacoón que suponemos clandestina por lo desigual de la clase social a la que pertenecían. La pareja se refugió en Toro, en la casa de la dehesa de San Andrés hasta que un acontecimiento rompió la rutina. Marta se quedó embarazada en 1869 y, obligada o voluntariamente, para evitar el posible escándalo, se marchó a dar a luz a su tierra, pero no en su villa natal ya que el nacimiento de Victoriana se produjo en Éibar (Guipúzcoa). Había nacido la que iba a ser la heredera de una gran parte de los bienes de los Villachica: lo hizo a la una de la tarde del día 12 de enero de 1870 y fue bautizada en la parroquia de San Andrés apóstol de esa localidad. Se la puso por nombre Victoriana Benita, porque el santo del día era san Victoriano Obispo. Como hija natural el apellido fue el de su madre Murgoitio o Murgoitio-Beña Izaguirre, pero ¿qué fue de Victoriana a partir de ese momento?

Marta tenía que volver al lado de Luis y la dejó en Elorrio con su hermana María del Carmen Murgoitio y el marido de esta, Valentín Eraña. No sabemos cuál fue el motivo por el que no se trajo a su hija. El siguiente dato, obtenido a través de los padrones vecinales de Toro, refleja que en el mes de junio de 1871 en la dehesa de San Andrés vivían Luis, Martina Murgoitio, que según consta llevaba en la finca seis años, y un niño de once años llamado Jacinto Murgoitio que hacía un año que residía en el lugar. A través de esta información deducimos que en esta fecha Luis había aceptado que Marta se trajera a su hijo para vivir con ellos y sin embargo no a la hija de ambos y que Luis no llegó a enterarse de su embarazo, cosa extraña o que no aceptó la idea de tener una hija "ilegítima".

El tiempo fue pasando. Luis alternaba sus estancias en Toro con pequeños viajes a Madrid y Victoriana, ausente, seguía sin formar parte del núcleo familiar en el que Marta y su hijo, Jacinto, a los ojos de todos, eran unos sirvientes más, hasta el punto de que, cuando en el mes de febrero de 1877, Luis otorgó el primero de sus cuatro testamentos entre otras disposiciones figura la siguiente: << En atención a los muchos y leales servicios que viene prestando en mi casa con suma fidelidad Marta Murgoitio, natural de Elorrio (Vizcaya) la dejo una pensión de seis mil reales anuales equivalentes a mil quinientas pesetas por todos los días de la vida de la misma cuya pensión de seis mil reales anuales después del fallecimiento de dicha Marta Murgoitio continuará subsistente por todos los días de la vida de la persona que la misa Marta designe en la disposición testamentaria bajo que fallezca.

Si esta (Marta) no hiciese uso del derecho que la concedo de nombrar a persona que disfrute como segunda vida de dicha pensión se extinguirá totalmente (dicha pensión) cuando ella fallezca. Encargo a mis testamentarios que aseguren el pago de la expresada pensión vitalicia con bienes inmuebles y que su pago se haga en todo caso, por trimestre o adelantado en el punto donde resida la vitalicista>>. En este documento dejaba como herederos a sus hermanos por lo que cabe suponer que en esa fecha Luis no conocía la existencia de una hija de Marta pero ¿cómo era eso posible? Tal vez si Martina había dado a luz en Éibar y había dejado allí a la niña todavía no se lo había dicho o tal vez Luis no estaba seguro de que esa niña, que aún no conocía, fuera hija suya.


Esto último parece poco probable por lo que nos inclinamos a pensar que ignoraba su existencia al no mencionarla en su testamento.Algo debió suceder, porque en el padrón del mes de diciembre de ese mismo año aparece por primera vez en la casa toresana una niña llamada ¡Victoria Egaña Murgoitio! curiosamente su fecha de nacimiento coincide con la de Victoriana, pero no su nombre ni apellidos. Esta niña es, efectivamente, Victoriana, pero su madre falseó su nombre. Es difícil explicar el motivo. En la finca convivían además de Luis y Marta, Jacinto y cinco personas de servicio. Ocultar la verdadera personalidad de Victoriana, pero tenerla en casa después de siete años y conseguir que el padre se encariñara con la niña era avanzar en un posible reconocimiento por parte de Luis. Cuando visitamos la casa de los Villachica nos comentaron que en la cocina hubo un relieve en el que se presentaba a una niña calentándose al fuego ¿pudo ser Victoriana?.

Muchos años más tarde, en el mes de mayo de 1889, todavía no se había resuelto la situación de Victoriana, en la familia la única novedad era que Jacinto, que ejercía labores de mayordomo se había casado y vivía en la casa con su esposa y la hija de ambos, el ama de gobierno era Martina (Marta) y la joven Victoriana o Victoria Egaña Murgoitio, de veintinueve años, figuraba en el padrón como sirvienta.  El cochero y su esposa y tres sirvientes más completaban la compañía de Luis.

No sabemos si durante su infancia, adolescencia y juventud Victoriana supo o no que era hija de Marta, y mucho menos de Luis, pero hasta 1893, en que es inscrita como <> en el registro de cédulas personales de Toro con el número 317 y con los apellidos Villachica Murgoitio. No se le da categoría de hija de ambos, aunque todavía quedaban años para su reconocimiento oficial por parte de Luis Villachica, veintitrés años de su vida, hasta que su padre, el día 25 de mayo de 1903, firmara el documento de reconocimiento de su hija natural, Victoriana Benitoa Murgoitio, que vivía en su compañía y en la de su madre en la calle Almirante, número 10 de Madrid. Una vez realizado el reconocimiento ante notario, el documento se remitió al día siguiente a la iglesia de San Andrés, de Éibar, para que se adjuntara a la partida de bautismo de Victoriana.

Cuando Luis Villachica reconoció a Victoriana, tenía setenta años pero lo cierto es que convivió con la madre y con la hija hasta el final de sus días, instalados ya en Madrid En 1914 falleció Marta y fue sepultada en el panteón familiar de los Villachica en la Sacramental de Santa María de Madrid. Había sido amante, sirvienta y madre. Sin embargo en los padrones que a lo largo de los años se realizaron en los domicilios de los Villachica siempre figuró como sirvienta o como ama de llaves. Hasta cuatro años antes de su fallecimiento, en 1910, constaba como tal con un sueldo de cuatrocientas ochenta pesetas anuales. Toda la vida juntos y nunca considerada como lo que realmente fue.

Faltaban pocos años para que muriese Luis, que tal vez por influencia de Marta o por cariño hacia su hija, en sus últimos testamentos la dejó como única heredera de todos sus bienes, añadiendo un legado para el hijo de Marta, Jacinto Murgoitio, que en esas fechas desempeñaba el papel de encargado de la dehesa de San Andrés, en Toro. El legado consitía en una pensión o renta vitalicia de treinta pesetas diarias y a su fallecimiento, si premuriese el testador, la pensión pasaría a sus hijas Fernanda, Trinidad, Marina, Celestina e Isabel. Dicha pensión se recibiría por mensualidades y le sería satisfecha por su heredera.

De la convivencia entre padre e hija solo tenemos un dato y es la contribución económica que hicieron ambos, en 1917 a las obras del recientemente empezado monumento al Sagrado Corazón de Madrid, entregando cinto cincuenta pesetas. Luis ya tenía ochenta y cuatro años y, de los cuatro hermanos Villachica Rivacoba, era el que más años había vivido y el que había tenido una existencia menos convencional. Falleció tres años más tarde, el 29 de diciembre de 1920 y fue sepultado al día siguiente en el panteón familiar de la Sacramental de Santa María de Madrid.

Victoriana se quedó sola y se convirtió en una mujer acaudalada. Tal vez fue tarde para ella, tenía cincuenta años, nunca se había relacionado con su familia paterna y su único apoyo fueron las hijas de su medio hermano Jacinto con as que convivió el resto de su vida. Ni su infancia, ni su juventud habían sido normales. Cuando sus primos paternos brillaban entre la alta sociedad de la época, ella permanecía recluida en la dehesa de San Andrés (Toro).

Un detalle, no nimio, nos llama la atención, Victoriana no mandó publicar la esquela de su padre, ¿qué sentiría hacia él? ¿Resentimiento, rencor, cariño, respeto? Es difícil saberlo, tal vez una mezcla de sentimientos que amalgamaron su carácter y la convirtieron en un personaje huidizo y extraño, según nos han comentado los que la conocieron.

Se narran de ella un sinfín de anécdotas que van desde su peculiar forma de vestir hasta negarse a instalar la luz eléctrica en su casa de Toro, usar el coche de caballos como medio de transporte o vivir medio recluida en algunas de las habitaciones de su casa. Sus rarezas la llevaron a disponer una serie de normas que deberían cumplirse en la residencia de sacerdotes ancianos que había fundado en Toro, tales como prohibirles fumar o jugar a las cartas. Los que la conocieron y sirvieron en su casa del lago de Sanabria confirman estas apreciaciones, según cuenta César González, cuyo padre estuvo a su servicio. 

La casa del lago se reconstruyó hacia 1928 o 29. Era conocida como la casa de los pescadores y estaba edificada sobre el agua unos ochenta metros; debajo guardaban las barcas los pescadores que trabajaban para ella y cuando esta inauguró la casa, los vecinos de Galende demostraron su disconformidad apedreándola por considerar que monopolizaba la pesca la crear allí una piscifactoría. En la prensa se encuentran referencias a esta casa nombrándola siempre como << la Casa de la Marquesa>>. Incluso se cuentan anécdotas que recuerdan a Victoriana residiendo allí durante el invierno, porque se añade que el lago estaba helado y que al ver unas niñas cruzando por su superficie, desde la playa de los Enanos hasta Ribadelago, y comprobando el estado del hielo tirando piedras, <> desde su casa gritaba: "Dios ampare a esos párvulos que no saben lo que hacen <>.

A medida que fueron pasando los años, Victoriana fue vendiendo a sus arrendatarios algunas de sus propiedades en la provincia de Zamora. Parte de su capital lo invirtió en fincas urbanas de Madrid, al igual que lo habían hecho sus antepasados. Algunas temporadas siguió residiendo en su casa del lago de Sanabria, lago que después de un largo pleito pasó, en 1932, a ser propiedad del Estado, y en la dehesa de San Andrés en Toro, lo que la vinculó a los acontecimientos que ocurrirían en estos lugares. Así cuando se incendió la Iglesia de Santa Catalina, de esta última ciudad, en el mes de mayo de 1957, entregó como donativo cinco mil pesetas para su reconstrucción y cuando ocurrió la tragedia de Ribadelago, el día 9 de enero de 1959, hizo un donativo de veinticinco mil pesetas.

No sabemos qué motivo tuvo Victoriana para encargar la construcción de una residencia para sacerdotes ancianos en parte de lo que había sido el antiguo convento de San Francisco, de Toro, pero la obra encomendada al arquitecto Enrique Pfitz se inició en 1923 y en 1928 estaba concluida. Los acontecimientos históricos hicieron que este edificio se convirtiera en hospital de sangre durante la Guerra Civil y que después pasara a ser Seminario Menor, siendo inaugurado el 14 de febrero de 1952. Su fortuna permitió que invirtiera varios millones en este edificio.


Los últimos años de su vida estuvo rodeada de sus sobrinos, hijas de su medio hermano Jacinto Murgoitio, de las que se había encargado desde que fallecieron sus padres. Murió a los noventa y un años, en su domicilio de la calle Alcalá, número 89, de Madrid, el día 3 de diciembre de 1961. Por su contribución a la iglesia se le había dado el tratamiento de Excelentísima Señora y <>, distinción instituida por el papa León XIII como reconocimiento a la labor de los laicos a favor de la Iglesia de Roma. Sus restos fueron llevados al panteón familiar de la Sacramental de Santa María en Madrid.  

                   
En su 1º aniversario se celebró un funeral en el Seminario Menor de Toro. A él asistieron sus sobrinas Murgoitio.

En la esquela que se publicó en los periódicos no figuran entre sus familiares ningún descendiente de los Villachica y sí sus sobrinas, hijas de su hermano, llamadas Fernanda, Trinidad, Marina, madre Corazón de Jesús (terciaria franciscana) e Isabel Murgoitio, así como su servidora, Susana Álvarez y demás servicio.

Su última voluntad fue nombrar como herederas a sus sobrinas y dejar un gran legado a la Iglesia, que incluía la dehesa de San Andrés, nada más alejado de lo que habría sido la voluntad de los Villachica y como en tantas otras ocasiones la historia de una familia acaba, perdiéndose el apellido que le dio origen y recayendo su fortuna en personas o entidades ajenas.

Con la muerte de Luis y Victoriana se acaba el apellido Villachica, a través de los descendientes de Manuel Villachica Arza, la única que lo llevó en primer lugar es casualmente Victoriana y sus decisiones distaron mucho de lo que había caracterizado a la saga.

El día 11 de marzo de 1965, un artículo del periódico ABC recuerda a don Luis de Villachica por algo que él no habría sospechado nunca, el artículo en cuestión trata del pueblo de Almaraz de la Mota (Valladolid) y su título es <>. En él se describe la situación que atraviesa Almaraz en ese crítico momento, cuando está a punto de desaparecer y su alcalde explica a un redactor de El Norte de Castilla que el pueblo fue comprado por don Luis de Villachica a la casa de Alba y que al morir don Luis lo heredó su hija doña Victoriana y continúa literalmente: <>, que no dudaron en venderlo al mejor postor porque necesitaban dinero para hacerse cargo de la herencia de los Villachica. 

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-fin de este artículo-laopinióndezamora-
 "El secreto mejor guardado del Palacio de Villachica"
 (copia literal) publicado el 16 de mayo de 2015
autora; Paloma Esteban Calonge 
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consultado el libro"Los Villachica"(en la biblioteca de Toro)
 autora: Paloma Esteban Calonge 
compruebo que el mencionado artículo está formado con fragmentos del libro.
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anexo del libro "Los Villachica" editado en Madrid, junio de 2013, según apartado de agradecimientos ... María José de la Paloma Esteban Calonge ... 

Las sobrinas de Victoriana Villachica.

En un estudio dedicado a la familia Villachica puede parecer extraño dedicar un apartado a unas personas que no pertenecen a esa estirpe pero la decisión de Victoriana de dejar su herencia a sus sobrinas por parte de madre nos conduce a ello.

Victoriana tuvo un hermano de madre llamado Jacinto Murgoitio que se casó con Sotera Arguinzoniz Berzoitaba, (nacida en Berriz el 8 de noviembre de 1868), la pareja vivió en la dehesa de San Andrés, donde Jacinto fue sirviente y encargado, del matrimonio nacieron cinco hijas Nicasia, Marina, Celestina, Fernanda y Trinidad, sobrevivieron las cuatro últimas.


Nicasia nació el día 14 de diciembre de 1888, en la dehesa de San Andrés, en Toro.


Marina nació en San Andrés, Toro, el día 3 de marzo de 1894. Contrajo matrimonio y tuvo un hijo Agustín Calvo Murgoitio, notario, que se casó con Ascensión García Toledo.

Marina murió en Madrid, el 20 de septiembre de 1964, en su esquela aparecida en la Hoja del Lunes se menciona a su fiel servidora  Feliciana del Cerro. Su entierro se efectuó a las 3,45 desde la casa mortuoria calle Columela nº 3, al panteón familiar de la Sacramental de Santa María. Madrid.

Celestina nació el día 3 de abril de 1896 en la dehesa de San Andrés, en Toro. Profesó como religiosa llamándose madre Corazón de Jesús, fue directora del Colegio de la Divina Pastora.


Isabel nació en la dehesa de San Andrés, en Toro, el día 8 de julio de 1899.


Fernanda no tuvo hijos.


Isabel o Fernanda contrajeron matrimonio con el administrador de los condes de Villapadierna, vecinos en la Dehesa de San Andrés.


Trinidad contrajo matrimoio con el estomatólogo, Guzmán Cebada Álvarez y vivieron en la calle Bravo Murillo nº 300 de Madrid, tuvieron dos hijos Josefa y Tomás, casados con Federico García e Isabel Alonso.

........................(podría estar en este último párrafo
 Federico Villachica-sobrino-nieto-político de Victoriana)..............este señor Federico, sería uno de los últimos herederos de Villachica que administró la gestión del legado, al menos en nuestro pueblo. La gente de mi edad se acuerda de  él  por  las  muchas visitas que hacía a Villabuena. Él mismo, solía presentarse como sobrino de Dª Victoriana Villachica.
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Domingos de cine

    El cine Norte era además salón de baile y teatro. Tenía muchos bancos de madera que alineaban rellenando todo el aforo, todo el espacio ...