jueves, 25 de marzo de 2021

La caja del reloj guardaba la magia del tiempo

 


Cada noche veía a mi padre dar cuerda al reloj, atisbando, al mismo tiempo, la aguja roja que marcaba la hora del despertar, el ring del amanecer que buena parte del año sonaba en noche cerrada. Dar cuerda al reloj-despertador era una tarea añadida a las horas de la noche.

Recuerdo cómo me gustaba mirar a mi padre en este quehacer, lo hacía con complacencia, como hacía todas las tareas y trabajos, me gustaba el sonido que hacía la mariposa-metálica, o llave del reloj, mientras giraba el engranaje.

Por entonces yo no veía el reloj como contador de tiempo sino como generador de horas y días nuevos, se le daba cuerda y transcurrían 24 horas más, como si el tiempo brotara de los dedos de mi padre. No hubo noche que se le olvidara dar cuerda al reloj.

Las jornadas de trabajo empezaban cuando las mañanas aún no habían amanecido, mucho antes de que el cántico de los gallos anunciase la llegada del nuevo día. No solo las madrugadas eran de anochecida en nuestra casa, lo eran en casi todas las casas del pueblo, las jornadas laborales del campo eran así. Y al reloj despertador le brotaban días. Cada noche, cada vez que mi padre le daba cuerda, al tiempo le nacían otras 24 horas nuevas y así todas las noches, y yo, yo veía a mi padre como un creador del tiempo, que, con solo girar aquella llave metálica, que tenía forma de alas de mariposa, conseguía poner en marcha el reloj del mundo sembrándolo de infinitud. Todavía recuerdo aquel sonido que producía el aleteo de la "mariposa" al girar, se me ha hecho perdurable en el tiempo, como una de las melodías más entrañables que hasta ahora he podido escuchar.

La caja del reloj guardaba la máquina productora de tiempo. Cuánto respeto al dedicarle mil miradas. La guardiana del tiempo, del tiempo que no pasa porque está detenido ahí dentro,  gestándose, como el tiempo eterno de la infancia. La caja-mágica simulaba una casita de cuento hecha de madera con puerta de cristal. Se compraba el despertador y era como si se comprara tiempo. Se compraba la caja de madera como si fuera un cofre donde guardar tesoros. Se compraba ya hecha o el hombre de la casa, que se preciara con una miaja de destreza en carpintería, hacía su propia caja. Se colgaba en la pared o sobre un estante del vasar (vasal), de la alacena, sobre el aparador o en la repisa de la ventana a modo de sobremesa.

(Creo que entonces yo era feliz...)



Recuerdo la luminosidad de los números y de las agujas fluorescentes brillando en la oscuridad, la magia que producía a la mirada infantil aquello que no acabábamos de entender, poder ver la hora en la oscuridad sin encender la luz..., aquello, aquello también era mágico.

A los ensueños infantiles se le antojaba pensar que el tiempo bien podría no terminarse nunca, siempre y cuando uno no se olvidara de dar cuerda a los relojes despertadores. Recuerdo mi fascinación ante el poder de atrasar o de adelantar el tiempo con solo manejar las manecillas del reloj, el tiempo en tus manos, y se me hacía tan, tan de verdad...

Tardé en enterarme que, en realidad, el reloj, los relojes, no producían tiempo sino que nos controlaban el tiempo y ese poder que yo creía nuestro, se me diluyó. El PODER lo tenían ellos sobre nosotros, tictac tictac, ellos mandaban, nos ordenaban la hora de entrar, la hora de salir, la hora de irse a dormir, la hora de despertar, las jornadas de trabajo, y..., más te valía tenerlo en la hora exacta, no existían añadidos ni menguados, no había restas ni sumas, solo el tiempo pasaba con o sin reloj.


Me hice mayor, esta conclusión me hizo mayor, mi infancia dio un gran salto cuando caí en la cuenta de que era una de las cosas más significativas y más importantes de la vida y, sobre todo, cómo lo "gastas" cómo lo empleas cómo le sacas el jugo o cómo lo pierdes, porque es lo único en la vida que al perderlo no existe ninguna posibilidad de encontrarlo, de recuperarlo..., aquello sucedió también con los despertadores, tan solo daban la hora exacta y nos ordenaban lo que teníamos que hacer cada minuto de vida, y nos despertaban, y decidían lo que había que  hacer en cada instante del día, y tú, tú no podías esquivarlos, había que dedicarles fidelidad a tiempo completo, o tu vida , tu día a día se convertiría en un caos.

Por aquella época, casi al mismo tiempo, los señores del pueblo llevaban encima su reloj de bolsillo, aquellos que colgaban de una cadena, bien visible, y que se guardaban en el habitáculo que el sastre confeccionaba en la chaqueta, el chaleco o el pantalón o en las tres piezas del traje que por entonces se hacía a propósito para guardar el reloj, para que estuviera protegido. El reloj de bolsillo con la cadenita de seguridad sujeta a un ojal o a una presilla, una de las presillas que sujetaban el cinto, aquellos cinturones de hebilla y piel.



Mi hermana me recordó no hace mucho la caja del reloj. Yo la había olvidado ¡la había olvidado...! Al tiempo de oírla nombrar la memoria empezó a recordarme aquella caja de madera con puerta de cristal, la casita del reloj despertador, allí donde vivía el tiempo, donde vivía  y crecía, solo crecía, y solo con darle cuerda. Así este relato se lo debo a Angelines, ella me recordó nuestra caja del reloj, nuestra caja mágica.

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