martes, 10 de enero de 2023

Una mandarina y dos galletas

 

                                            
  - foto de Ángeles Hernández Moralejo. (1º de enero de 2017) 


¡Heredaréis la Tierra!

Aquella mañana de diciembre la escarcha brillaba con los primeros rayos del sol, las tonalidades del cielo entre rosado y violeta, bordeaban el horizonte donde se suspendía la luna mostrando un brillo apagado.

Desde la ventanilla del tren contemplaba triste el paisaje y lo introducía a la fuerza en mi pensamiento, quería evitar dar más vueltas a la cabeza. Iba camino de casa, de la casa paterna, donde habíamos quedado todos los hermanos para el reparto de la herencia. Hacía ya siete años que habían fallecido nuestros padres y apenas si habíamos vuelto a vernos desde entonces...

.... Llegué a mi estación, una estación solitaria, Me dirigí a la puerta de salida, la puerta no se abría y el tren no paraba, yo tenía que bajarme aquí y el tren no paraba... En aquel momento, el tren salió de la estación, bajó el volumen de su traqueteo y muy silencioso se elevó en altura y me introdujo en la cocina de la casa de mis padres. El tren abrió sus puertas y me ayudó a descender hasta el suelo dejándome junto a la silla vacía que me esperaba.  En aquel instante se oyó una voz "íbamos a salir a buscarte..." Y sin perder más tiempo comenzó el reparto. Fijé la mirada sobre el tablero acristalado de aquella mesa redonda donde empezaron a reflejarse intermitentes visiones de cuando era niña ...

... Era media tarde, estaba comiendo una mandarina y dos galletas. Juegos, risas, paseos por el campo, fiestas familiares... Todos eran jóvenes; padres, tíos, abuelos..., pero ya no estaban, no estaban presidiendo aquel tablero de aquella mesa redonda donde ahora se sentaban juntos; la avaricia, la emoción, la injusticia, el vacío...  El vacío del destino de las cosas, de sus cosas, sujetas ahora a las decisiones tomadas en torno a la mesa redonda cuyo reflejo acristalado se mostraba colmado de mandarinas y galletas. De pronto, todo se impregnó de olor a galletas recién hechas y a mandarinas maduras ...

... La chimenea emitió un grotesco sonido y apareció con él una llamarada inmensa de color azul verdoso, brasas de gran tamaño caían en chaparrón de fuego sobre los ocupantes de la mesa. No podíamos movernos, estábamos atados a los asientos y los asientos pegados al suelo. Los gritos de terror trascendieron en la distancia y el tren acudió a nuestro auxilio atendiendo mi ruego, nos acomodó en un confortable vagón donde había un enorme lazo de terciopelo rosa que nos envolvió en un abrazo aunándonos alrededor de un tablero de cristal donde se reflejaban nuestros rostros felices, sentados todos en torno a la mesa redonda. El tren ya no era el tren, era la casa, y la gigantesca chimenea quedó reducida a un tenue resplandor, el fuego hogareño desprendía ahora calidez y paz ...

Mis hermanos estaban esperándome en el anden, había llegado con veinte minutos de retraso, algo de lo que no me había dado cuenta, pues la mayor parte del viaje la hice dormida, el traqueteo del tren, la agradable temperatura del vagón y las horas nocturnas hicieron que mi noción del tiempo pasara por alto la puntualidad de la que era acérrima. 

El caluroso encuentro nos fundió en un emocionado amasijo de besos y abrazos, la mejor disposición para el asunto que nos iba a ocupar y la alegría de poder disfrutar de un fin de semana juntos.

En la mañana del domingo me desperté temprano, en silencio, para no despertar a nadie, me abrigué como requerían aquellas temperaturas de diciembre al rayar el día. Tomé el camino del valle, probablemente, mi última visita al almendro de las almendras más dulces, a los pinos, a las zarzamoras, al nogal, a las encinas, al tomillo de los pináculos, a la fuente, a la cueva..., a su tierra roja tornasolada, a las higueras... Bordeando las lindes mientras recibía la luz de los primeros rayos de sol chocando con las cumbres y con las copas de los árboles.

El sol de diciembre llegó acompañado de viento, una brisa densa que cortaba la respiración, helaba las lágrimas y entorpecía los pasos presionando mi abrigo. En mi memoria apareció aquel verano, era el mes de agosto y recorría las lindes con mi padre y mi hermano, cada uno en un extremo del valle, concretando la línea fronteriza de la finca, buscando las señales que la demarcaban, dándonos una voz de aviso cuando la teníamos delante, una voz que transportaba el eco. El viento también entorpecía mis pasos enredando a mis rodillas el vestidito de lino, era blanco, estampado con ramilletes de flores en tonos naturales, tenía unos bolsillos a la altura de las caderas, donde guardaba la minúscula merienda..., una mandarina y dos galletas... ¿Cuántos años habían pasado?

No tenía hambre, me senté en la tierra recostando mi espalda en el tronco del almendro, cara al sol. Del bolsillo del abrigo saqué un paquetito con dos galletas y una mandarina envuelta en un papel de seda, mientras desenrollaba la mandarina vi salir del pinar una bandada de pájaros, tal vez, sorprendidos por mi presencia, por mi irrupción en aquel absoluto silencio... Se colocaron a mi alrededor observando el movimiento de mis manos. Doblé el papel con calma recreándome en el paisaje, en los pájaros, desgajé la mandarina extrayendo sus semillas y las enterré entre las raíces del almendro, desmenucé la anaranjada pulpa, la esparcí por el suelo, y los pájaros la engulleron rápidamente.

Dediqué una última mirada a todo lo que alcanzaban mis ojos. Adiós... Adiós a todo... Mis últimas pisadas sobre el terreno, sobre las huellas de trabajo de los padres, los auténticos dueños del valle que jamás volverán a serlo. Subí hasta las cumbres cubiertas de chaguarzos y romero, desde allí podía ver las puntas de los cipreses del cementerio donde descansaban para siempre... Adiós a todo... Emprendí el camino a casa acariciando el papel de seda doblado en mi bolsillo...

A la caída de la tarde, el tren de regreso rodaba ya entre las fincas divididas de dueños ajenos, mis lágrimas fluían abundantes e impotentes como en un día de luto. Instintivamente saqué el papel de seda del bolsillo de mi abrigo, lo extendí sobre mis rodillas, y, lo admiré como se admira un tesoro, mi llanto comenzó a caer sobre él destruyendo su frágil textura borrando el dibujo. Abrí la ventanilla y con todo el mimo que me fue posible intenté depositarlo en el exterior, la inercia del tren lo despegó de mis dedos arrancándolo de cuajo y, rápidamente, se alejó volando, parecía una mariposa gigante...

Durante unos segundos lo mantuve en mi línea de visión, unos segundos cruciales, los suficientes para ver cómo se posaba en el tronco del almendro dulce... Vi cómo se agitaban sus ramas diciéndome adiós..., las ramas del almendro que daba las almendras más dulces, las flores más hermosas, la sombra más fresca,,,

La velocidad del tren iba poniendo distancia a mis apegos...

Y soñé con el dibujo del naranjal brotando alrededor del almendro... Y soñé con unos niños merendando galletas con mandarinas a la sombra del almendro..., y soñé que los niños que comían del naranjal no se hacían adultos...

_ i s a _

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De  Crónicas a la Luz del Candil

 

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